martes, 20 de septiembre de 2011

María Zambrano, la cubana secreta



Por Lázaro Denis Saez.




Pocas figuras del arte y el pensamiento español están tan íntimamente ligadas a Cuba como María Zambrano. Y es que La Habana ejercía una fascinación irresistible a la que pocos artistas e intelectuales españoles pudieron resistirse. Ya en la primavera de 1930, Federico García Lorca descubría alucinado el paisaje y la luz del trópico cubano, encandilado y encantado del carácter vocinglero, abierto y espontáneo de La Habana y de los habaneros. El Poeta dictaba conferencias magistrales y enloquecía de rones, sones y mulatos en los arrabales del puerto habanero, disfrutando la bendita mala fama de sus tabernas.

Era una época extraña para Cuba y para España. La isla resistía bajo las botas del primer dictador a tiempo completo que inauguraba la tradición de tiranías autóctonas, mientras la madre patria batía palmas y cantaba a pulmón las canciones republicanas, levantando polvos que imperceptiblemente presagiaban los lodos por venir de la felonía y la traición. Cuba se estrenaba como nación resuelta y juvenilmente, un líder estudiantil acerado fundaba el primer Partido Comunista poco antes de morir acribillado a balazos por orden del Dictador en una calle mexicana, abrazado a la eterna belleza de Tina Modotti; otro de sus compañeros, poeta por más señas, ponía en jaque al sátrapa mediante una huelga de hambre. El Grupo Minorista se erigía reivindicando la conciencia nacional limpia de baldones de la república pachanguera de generales y doctores que había saqueado alegremente un país que acababa de nacer. Al mismo tiempo, un cubano bailador y dicharachero le arrebataba el trono del ajedrez mundial a un sabio tan solemne como su nacionalidad, al alemán Enmanuel Lasker, poniendo la capa blanca de su nombre en un olimpo hasta entonces reservado a la cultura europea. Otro habanero desenfadado conquistaba por sorpresa las medallas de oro olímpicas en esgrima, una disciplina patrimonio exclusivo de franceses, italianos y españoles, y un negrito de 126 libras de chocolate conquistaba el título mundial de boxeo en plena Nueva York y llegaba a parar el tráfico en Broadway con su donaire y sus ropas, elegido por la revista Esquire “el hombre mejor vestido de la Gran Manzana.”

Sonidos nuevos, irreverentes y temibles, de tambores africanos y sonoridades caribeñas llegan y reinan en los cabarets de Broadway y Montmartre, sin permiso de las buenas costumbres y en la antropología y en la etnología, venerables ciencias europeas, otro cubano de ascendencia mallorquín revolucionaba los acartonados conceptos de civilización y barbarie, irrumpiendo con la teoría de la transculturación, rodeado de negros y sacudiendo el polvo del discurso cultural. Un mulato achinado, nacido en Sagua la Grande, hijo de negro y china, sentaba reales en la vanguardia plástica europea, dejando boquiabiertos a Picasso y a Bretón.

Con al victoria de la oscuridad en España no es de extrañar la llegada a una Cuba semejante de numerosos intelectuales y artistas españoles, junto a millares de republicanos vencidos, humildes y anónimos, en busca de una segunda patria. Por La Habana caminaron, tristes y enamorados, Juan Ramón Jiménez y Zenobia antes de marchar a otra isla encantada, Puerto Rico; tomados de la mano desembarcaron Manuel Altolaguirre, su bella esposa Concha Méndez y su hija Paloma; en La Habana masticó su desesperación y su amargura el trágico Luis Cernuda. En extraña compañía Fernando de los Ríos paseaba su melancolía y su optimismo incurable junto al joven Julián Orbón, uno de los grandes compositores cubanos que había nacido en Avilés, España, en 1925.

Después de sendas visitas, en 1936 y 1939, llega a La Habana María Zambrano, derrotada en la guerra civil, pero irredenta, sin patria pero sin amo, y sin sospechar que una nueva tierra la esperaba propicia. Sería difícil de explicar qué sedujo a esta malagueña de alma generosa e inteligencia aguda a escoger a Cuba como su patria en el exilio durante casi catorce años si ella misma no se hubiera encargado de dejarlo claro:

“Como un secreto de un viejísimo, ancestral amor, me hirió Cuba con su presencia en fecha ya un poco alejada. Amor tan primitivo que aún más que amor convendría llamar “apego,” carnal apego, temperatura, peso, correspondiente a la más íntima resistencia; respuesta física y por tanto sagrada, a una sed largo tiempo contenida. No la imagen, no la viviente abstracción de la palma  su contorno, ni el modo de estar en el espacio de las personas y las cosas, sino su sombra, su peso secreto, su cifra de realidad, fue lo que me hizo creer recordar que la había ya vivido. ... Pues de aquel lado del Mediterráneo, como en las orillas de este mar de La Habana la luz y la sombra caen directamente sobre la tierra hundiéndose. Pero todo eso no bastaría. Pues solo unas cuantas sensaciones, por primarias que sean, no pueden “legalizar” la situación de estar apegados a un país. Algo más hondo ha estado sosteniéndola. Y así, yo diría que encontré en Cuba mi patria pre-natal...Y si la patria del nacimiento nos trae el destino, la ley inmutable de la vida personal que ha de apurarse sin descanso-todo lo que es norma, vigencia, historia la patria pre-natal es la poesía viviente, el fundamento poético de la vida, el secreto de nuestro ser terrenal.
Y así sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como substancia. Cuba: substancia poética visible ya. Cuba: mi secreto.”

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