martes, 20 de septiembre de 2011

María Zambrano, la cubana secreta II

Por Lázaro Denis Saez






En esa segunda patria, la pre-natal, se inscribiría María Zambrano como la “cubana secreta.”Hay dos personas con cuya relación se legalizaría para siempre en el alma de la isla. Su relación con el grupo Orígenes, piedra fundacional de la cultura cubana, la llevaría a amadrinar aquel grupo de jóvenes poetas que se había propuesto cambiar y consolidar la cultura nacional mediante la poesía. Orígenes reunía a pilares de la vida literaria cubana como Lezama Lima, Ángel Gaztelu, Cintio Vitier y Eliseo Diego, Gastón Baquero, Eugenio Florit, entre otros y encontraron en María Zambrano un ángel tutelar que los protegió y animó. Según cuenta ella misma, su visión cambió radicalmente cuando, al prometer la ayuda de su prestigio intelectual para darlos a conocer en Europa, uno de aquellos jóvenes- Cintio Vitier- le respondió: “No, María; nosotros somos de aquí. Queremos ser reconocidos aquí.” Y estremecida confiesa: “Este “ser de aquí” resonó en mí avasalladoramente: este “aquí” era el lugar universal que yo había presentido y sentido en la presencia de José Lezama Lima, quien nunca había querido exiliarse. Él era de La Habana, como Santo Tomás lo era de Aquino y Sócrates de Atenas.”

Y tuvo María Zambrano que rendirse a la evidencia de su secreto: aquel país de locos y poetas, aquella tierra joven e imperfecta y aquellos cubanos irreverentes y cabezones le mostraban su destino, su patria secreta y anterior, y entre ellos, Lezama Lima, el maestro, el poeta-fruto y raíz, el hito más visible de aquella corriente formidable que arrancaba con Heredia, Casal, Varela, Saco, Del Monte, cobraba fuerza de huracán y catarata en Martí, el más grande, para hacerse océano, constelación, Yemayá Olokum, en Lezama.

La otra persona decisiva en la experiencia cubana de María Zambrano es Lydia Cabrera. Resulta sorprendente la diferencia de circunstancias vitales que aproximan a dos mujeres en apariencia tan  diferentes, aún cuando a la Zambrano, fiel discípula de Ortega y Gasset, no se hubiera asombrado en lo absoluto recordando la sentencia del maestro: El hombre es el hombre y su circunstancia.

Lydia Cabrera nace en La Habana, un 20 de mayo de 1900, exactamente dos años antes del nacimiento oficial de Cuba, tierra que venía al mundo bajo la dominación yanki, lastrada en su soberanía y mutilada en su dignidad por una afrentosa enmienda constitucional que santificaba el derecho de intervención norteamericana ya estrenado en 1895, cuando entraron en la guerra necesaria contra España, sin haber sido invitados por nadie. Su padre, Raimundo Cabrera, figura de las letras y de la cultura, reunía en sus tertulias a personajes claves de la vida nacional como Enrique José Varona, el filósofo y pedagogo; Juan Gualberto Gómez, el mulato general del ejército mambí o el pintor Leopoldo Romañach, quien se divertía haciendo trizas coloridas el polvoriento estilo de la Academia. A los catorce años ya Lydia escribe en la transgresora revista Cuba y América, mientras viaja a Nueva York y estudia en la Academia de pintura San Alejandro, de vital importancia en la plástica cubana.

A los veintisiete años, muerto su padre, quema las naves y se marcha a París, después de malvender un negocio de confección de muebles de estilo, para tomar clases en la Escuela de Bellas Artes y en la del Louvre, investigando además el arte y la religión de Japón y la India. A los veintinueve, prende fuego a sus cuadros parisinos y decide hacer un viaje por Europa comenzando por España, la tierra de sus padres. Nada hacía presagiar un destino inquietante a aquella joven señorita cubana que danzaba en el vértigo de la bohemia europea. Pero no tardaría el azar en mostrar la piedra cifrada de su vida y lo hace en un remoto paraje español. “Una noche,- cuenta Lydia- una de esas noches de insomnio que andaba viajando por Europa, inmóvil en mi cama recorría España, en la montaña, caminos frescos sin turistas y llenos de cantares, a veces en burro, a pie o en un carro cargado de heno y de la criptomemoria brotaron aquellos cantos olvidados:

Si te vas a La Habana
Yo me voy de cantinera
Aunque tenga que morir
En la descarga primera
Si te vas de soldado a La Habana
Yo me voy contigo prenda del
Alma...”

Comprende Lydia que su destino es regresar a su isla negra y musical, regresa a París con la decisión marcada a fuego en la piel, pero aún le daría tiempo en la ciudad-luz para intimar con Pablo Neruda y Roger Bastide, para compartir añoranzas y juegos de luz y colores con Amelia Peláez y Wilfredo Lam, y trabar amistad con Paul Válery, Rudyard Kipling, Miguel Ángel Asturias, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral y, en especial, con Federico García Lorca, quien le dedica su poema “La Casada infiel” con grandes y sencillas palabras: “A Lydia Cabrera y su negrita.”

Mas ya Cuba había llamado a las puertas de su corazón indomable. La Cuba profunda, la tierra multicolor que recién nacía al mundo y que estaba incompleta sin el aporte fundamental de la raza negra, sin su cultura oprimida y despreciada por siglos, sin su religión salvadora y unificadora del espíritu durante tantos años de esclavitud y discriminación. Lydia ha sido criada por una tata negra de piel brillante y ha sido acunada por los mitos y leyendas-patakíes- de los abuelos negros, aquellos que le contaban las peleas, amoríos y correrías de Changó, el dios negro de la guerra en África, dueño del trueno y del rayo, bailador, pendenciero y buen amante de cuanta hembra se le pusiera a tiro, y mágicamente transmutado en Santa Bárbara Bendita, la dulce y virginal doncella de Esmir decapitada por su padre. Otras noches de su infancia la visita Ochún, la diosa del amor y la lujuria, negra bella y sandunguera que solo tenía cabeza para dulzura de machos, dueña de la miel, los ríos y el oro, llamada ahora, para despistar, Virgen de la Caridad del Cobre y justamente erigida en patrona de Cuba. Desfilaba Yemayá, la diosa-madre de la sabiduría y el amor sosegado, hermana mayor de Ochún y madre sustituta de sus hijos en las urgencias del amor, vestida de Virgen de Regla para presidir majestuosamente la bahía habanera. Se asomaba Babalú Ayé, dios de la salud y la enfermedad, convertido mágicamente en San Lázaro; vigilaba Elegguá detrás de las puertas y en los cruces de caminos, escondido tras la imagen del Ánima Sola; a veces acompañado de su compinche Oggún, el travieso y astuto dueño de los metales y la fragua, del hierro y de la muerte violenta, pero incomprensiblemente vestido de San Pedro para no levantar la liebre; todos danzaban, fiestaban y vivían presididos por Obbatalá, el creador de las cabezas de los hombres, que andaba escondido bajo el blanco vestido de la Virgen de las Mercedes.

Semejantes cabriolas poéticas llevaron a Lydia a publicar en París los “Cuentos Negros de Cuba” deslumbrando al mismísimo padre del surrealismo, André Bretón, y calificados por Alejo Carpentier como “obra única de nuestra literatura. Aportan un acento nuevo. Son de una deslumbradora originalidad. Sitúan la mitología antillana en al categoría de los valores universales.” A su regreso a Cuba, Lydia Cabrera dedica su energía y su obra a rescatar e iluminar la cultura cubana de origen africano, sumergiéndose en lo más profundo del pueblo y sacando a flote obras tan imprescindibles como El Monte, llamado la “Biblia” de las religiones afrocubanas; Refranes de Negros Viejos; Anagó; La Sociedad Secreta Abakuá y otros valiosos trabajos en revistas antropológicas o de cultura general. Monta la Sala Afrocubana en el Museo Nacional, en el Palacio de Bellas Artes y no descansa en sus investigaciones ni en su magisterio, demostrando la tesis defendida por ella misma con Ortiz, Lachatañere y otros pioneros de la ciencia cubana de que la transculturación de los elementos españoles y africanos en Cuba, sumados a otros ingredientes culturales del profundo ajíaco cubano, habían producido una cultura nueva, cualitativamente diferente de las que le dieron origen. Tamaña tarea absorbió años de trabajo de la investigadora y escritora, quien los recordaría ya en el ocaso de su vida, herida de muerte por un exilio hostil y absurdo: “...siempre me obligan a darle gracias a Dios por haber sido sencillamente feliz, por haber crecido en el pequeño paraíso, ahora nos damos cuenta que de veras era Cuba.”

En 1960, ante los cambios políticos traídos por la revolución, Lydia abandona Cuba en un exilio sin retorno a Miami, retoma poco después su actividad plástica y publica libros de incalculable valor para la historia de Cuba y de América. El 19 de septiembre de 1991, a los noventa y dos años, muere Lydia Cabrera en una ciudad extranjera. Cuentan que sus últimas palabras fueron ¡Habana, Habana!.




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